Antes de iniciar nuestro cometido como educadores, deberíamos detenernos, reflexionar y establecer de antemano el propósito que perseguimos satisfacer. El resultado invariablemente estará condicionado por dicho propósito.
¿Cuál es nuestra meta, cuál el objetivo que deseamos alcanzar? ¿Estamos educando para la sabiduría, o nos conformamos con educar para fomentar una actitud de acumulación masiva de datos, ideas, bienes, etc.? ¿Estamos educando para la felicidad o únicamente formamos individuos que no contradigan ni cuestionen las convenciones sociales?
Para muchos la educación estará restringida al ámbito del comportamiento: al aprendizaje de ciertas reglas o normas con las que conducirnos en sociedad. Directrices que, con demasiada frecuencia, no hacen más que coartar las libertades individuales, puesto que amputan nuestro derecho a elegir. Éste es un método que pretende garantizar la supervivencia de una estructura totalmente obsoleta y que se desmorona, pero que, por constituir la identidad de toda una sociedad, parece que necesite ser defendida.
Para otros tantos, el propósito principal de la educación será proveer al cerebro de un sinfín de conocimientos intelectuales, conocimientos que, en el mejor de los casos, podrán servir para “hacernos un hueco en el mundo”, y en el peor, no harán más que reforzar una falsa sensación de separación, de especialismo, de competición, en definitiva, del no reconocimiento de la unidad e igualdad que subyacen tras todas las apariencias.
En mi opinión, la educación no consiste en ninguno de los dos aspectos anteriores, o mejor dicho, son estos los dos de menor importancia y repercusión, desde el punto de vista de nuestra madurez como seres humanos en constante evolución.
La auténtica dimensión de la educación es otra bien distinta, y está relacionada con la responsabilidad que debemos asumir, en primer lugar para con nosotros mismos, y en segundo lugar, aunque no menos importante, para con todo cuanto nos rodea, puesto que nada está separado. Y en este sentido, no existe edad ni circunstancia más o menos apropiadas, ya que se trata de una decisión personal que libremente podemos tomar en cualquier momento.
De todos, la educación de la responsabilidad es el aspecto más comprometido, puesto que como educadores, sólo podemos educar mediante el ejemplo. Se nos exige la práctica de la vigilancia constante, hacia nosotros mismos, hacia nuestros pensamientos y nuestras actitudes. Estamos obligados a ir más allá de nuestros propios límites o patrones mentales, requiere que actuemos con valentía y honestidad.
Yo apuesto por la educación para el respeto y la tolerancia, libres de juicios. Educar para la solidaridad, para la compasión; educar para vivir una vida sin miedo, desarmados, inocentes. Educar en la generosidad y el agradecimiento. Educar para percibir la belleza en todo cuanto nos rodea; educar para percibir el amor y ser una extensión de éste. Educar para disfrutar del camino, independientemente de que sea ancho o angosto, llano o accidentado. Y es nuestra práctica la que nos educa, y es con el ejemplo que educamos. No existe diferencia entre maestro y alumno, padre e hijo, puesto que no existe diferencia entre lo que enseñamos y lo que aprendemos. ¿Quién es entonces el educador y quién el educado?
La educación es una interacción y es, por tanto, un proceso que se mueve en ambas direcciones. Muchas veces, en nuestro mal entendido papel de educadores, ya sea como profesores o padres, perdemos la perspectiva de la humildad. Y es que necesitamos humildad para reconocer que nuestros hijos y alumnos tienen mucho que enseñar, y también mucho que aportar en la construcción de los cimientos sobre los que se alzará esta nueva sociedad, más involucrada con las personas y menos con la persecución compulsiva de dinero y poder como manera de satisfacer nuestro vacío existencial.
Nuestros niños, nuestros jóvenes y adolescentes, nos están pidiendo algo nuevo, nos piden que seamos creativos, que nos demos cuenta de que las antiguas estructuras dejaron de funcionar. Y nos lo dicen a gritos, mediante el fracaso escolar, con la violencia en las aulas, con los “problemas” de alcoholismo y drogadicción, podemos verlo en los altos índices de suicidio y asesinato… así expresan su desacuerdo.
Nos están diciendo: “¡estáis anticuados!, ¡vuestro sistema nos aburre!, ¡buscamos algo más, necesitamos algo más!”. Ellos no están interesados en los datos, ni en las estadísticas, ni en lo que pasó hace dos mil años, ni tan siquiera en lo que pasará mañana. Están interesados en las respuestas, las que proceden de la experiencia, del conocimiento de uno mismo. De modo que ayudémosles, preparémosles, para que puedan responder adecuadamente a la vida y a sus circunstancias siempre cambiantes, con amor, con confianza, con sabiduría.
Nuestros jóvenes vienen empujando fuerte, y nos guste o no, vamos a tener que revisar y cuestionarnos cada una de nuestra ideas y creencias, cada uno de nuestros valores, cada uno de nuestros enfoques, ya sean individuales o colectivos.
En las manos de cada uno de nosotros está decidir si queremos personas educadas, o seres humanos completos y sabios, puesto que éstas no son aptitudes que se encuentren en ningún libro, sino cualidades que se derivan de la experiencia, de aprender a mirar las mismas viejas cosas de siempre con ojos nuevos, de responder con una visión de amor, con la mirada inocente, asombrada, sin juicios, sin prejuicios, sin la reacción del conocimiento aprendido, sin pasado, sin futuro…
¿Cuál es nuestra meta, cuál el objetivo que deseamos alcanzar? ¿Estamos educando para la sabiduría, o nos conformamos con educar para fomentar una actitud de acumulación masiva de datos, ideas, bienes, etc.? ¿Estamos educando para la felicidad o únicamente formamos individuos que no contradigan ni cuestionen las convenciones sociales?
Para muchos la educación estará restringida al ámbito del comportamiento: al aprendizaje de ciertas reglas o normas con las que conducirnos en sociedad. Directrices que, con demasiada frecuencia, no hacen más que coartar las libertades individuales, puesto que amputan nuestro derecho a elegir. Éste es un método que pretende garantizar la supervivencia de una estructura totalmente obsoleta y que se desmorona, pero que, por constituir la identidad de toda una sociedad, parece que necesite ser defendida.
Para otros tantos, el propósito principal de la educación será proveer al cerebro de un sinfín de conocimientos intelectuales, conocimientos que, en el mejor de los casos, podrán servir para “hacernos un hueco en el mundo”, y en el peor, no harán más que reforzar una falsa sensación de separación, de especialismo, de competición, en definitiva, del no reconocimiento de la unidad e igualdad que subyacen tras todas las apariencias.
En mi opinión, la educación no consiste en ninguno de los dos aspectos anteriores, o mejor dicho, son estos los dos de menor importancia y repercusión, desde el punto de vista de nuestra madurez como seres humanos en constante evolución.
La auténtica dimensión de la educación es otra bien distinta, y está relacionada con la responsabilidad que debemos asumir, en primer lugar para con nosotros mismos, y en segundo lugar, aunque no menos importante, para con todo cuanto nos rodea, puesto que nada está separado. Y en este sentido, no existe edad ni circunstancia más o menos apropiadas, ya que se trata de una decisión personal que libremente podemos tomar en cualquier momento.
De todos, la educación de la responsabilidad es el aspecto más comprometido, puesto que como educadores, sólo podemos educar mediante el ejemplo. Se nos exige la práctica de la vigilancia constante, hacia nosotros mismos, hacia nuestros pensamientos y nuestras actitudes. Estamos obligados a ir más allá de nuestros propios límites o patrones mentales, requiere que actuemos con valentía y honestidad.
Yo apuesto por la educación para el respeto y la tolerancia, libres de juicios. Educar para la solidaridad, para la compasión; educar para vivir una vida sin miedo, desarmados, inocentes. Educar en la generosidad y el agradecimiento. Educar para percibir la belleza en todo cuanto nos rodea; educar para percibir el amor y ser una extensión de éste. Educar para disfrutar del camino, independientemente de que sea ancho o angosto, llano o accidentado. Y es nuestra práctica la que nos educa, y es con el ejemplo que educamos. No existe diferencia entre maestro y alumno, padre e hijo, puesto que no existe diferencia entre lo que enseñamos y lo que aprendemos. ¿Quién es entonces el educador y quién el educado?
La educación es una interacción y es, por tanto, un proceso que se mueve en ambas direcciones. Muchas veces, en nuestro mal entendido papel de educadores, ya sea como profesores o padres, perdemos la perspectiva de la humildad. Y es que necesitamos humildad para reconocer que nuestros hijos y alumnos tienen mucho que enseñar, y también mucho que aportar en la construcción de los cimientos sobre los que se alzará esta nueva sociedad, más involucrada con las personas y menos con la persecución compulsiva de dinero y poder como manera de satisfacer nuestro vacío existencial.
Nuestros niños, nuestros jóvenes y adolescentes, nos están pidiendo algo nuevo, nos piden que seamos creativos, que nos demos cuenta de que las antiguas estructuras dejaron de funcionar. Y nos lo dicen a gritos, mediante el fracaso escolar, con la violencia en las aulas, con los “problemas” de alcoholismo y drogadicción, podemos verlo en los altos índices de suicidio y asesinato… así expresan su desacuerdo.
Nos están diciendo: “¡estáis anticuados!, ¡vuestro sistema nos aburre!, ¡buscamos algo más, necesitamos algo más!”. Ellos no están interesados en los datos, ni en las estadísticas, ni en lo que pasó hace dos mil años, ni tan siquiera en lo que pasará mañana. Están interesados en las respuestas, las que proceden de la experiencia, del conocimiento de uno mismo. De modo que ayudémosles, preparémosles, para que puedan responder adecuadamente a la vida y a sus circunstancias siempre cambiantes, con amor, con confianza, con sabiduría.
Nuestros jóvenes vienen empujando fuerte, y nos guste o no, vamos a tener que revisar y cuestionarnos cada una de nuestra ideas y creencias, cada uno de nuestros valores, cada uno de nuestros enfoques, ya sean individuales o colectivos.
En las manos de cada uno de nosotros está decidir si queremos personas educadas, o seres humanos completos y sabios, puesto que éstas no son aptitudes que se encuentren en ningún libro, sino cualidades que se derivan de la experiencia, de aprender a mirar las mismas viejas cosas de siempre con ojos nuevos, de responder con una visión de amor, con la mirada inocente, asombrada, sin juicios, sin prejuicios, sin la reacción del conocimiento aprendido, sin pasado, sin futuro…
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